Cuando cinco monederos silenciosos, que habían estado inactivos durante más de 15 años, se activaron en la cadena de bloques, el analista de Lookonchain informó inmediatamente al director ejecutivo. Se transfirieron 250 BTC a dos nuevas direcciones SegWit. Fue un acontecimiento extraordinario. Pero para la periodista internacional de El País María Herrera, fue la clave para recordar dolorosos recuerdos de una investigación largamente olvidada.
1986. En el búnker bajo la central nuclear de Chernóbil no solo había generales soviéticos e ingenieros con caras desconcertadas. Allí había otras personas, vestidas con trajes grises idénticos, con barbillas afeitadas y miradas frías. Habían venido para poner en marcha un experimento. Su proyecto se llamaba «Cripta. Sustitución».
Oficialmente, se trataba de una investigación sobre el impacto de la radiación electromagnética de los reactores en los nuevos algoritmos de cálculo. La integración de nuevas tecnologías, en el contexto de la sustitución, de nuevos elementos en el sistema ya existente. Extraoficialmente, el KGB estaba preparando la primera «minería» del mundo.
En cámaras especiales, revestidas con láminas de plomo, debajo del reactor, se mantenía a los «operadores»: huérfanos de orfanatos, intelectuales condenados a muerte y científicos quebrantados por los manicomios soviéticos. Les implantaban electrodos en el cerebro y los conectaban a bloques computacionales. Las personas se convertían en microprocesadores vivos. Sus alucinaciones y su dolor se convertían en códigos blockchain. Y los códigos, a su vez, en paquetes misteriosos que se podían acumular en una red aislada. Cada sueño o ataque de locura del sujeto creaba un nuevo algoritmo en la cadena. Así intentaban crear una llave universal de acceso a las redes del mundo capitalista.
Los hombres de traje gris hablaban de la «moneda del futuro», no una moneda digital en el sentido actual, sino otra que permitiría comprar gobiernos enteros y conquistar economías sin disparar un solo tiro.
El 26 de abril, el experimento se salió de control. Los operadores comenzaron a «quemarse» por dentro, sus ondas cerebrales se entrelazaron con el campo del reactor. Nadie sabe qué fue exactamente lo que provocó el último impulso: un error en el panel de control o una orden deliberada. El reactor se abrió como un agujero negro. No solo salió radioactividad a la atmósfera. También salió disparada la «red», la primera criptomoneda soviética, creada a partir del dolor y el sufrimiento humanos.
Los testigos contaron que, la noche de la explosión, vieron extraños fenómenos luminosos sobre la estación. Parpadeaban, se descomponían en otros más pequeños y luego desaparecían en el cielo. Algunos lo llamaron plasma.
Los documentos del proyecto «Krypta» primero se clasificaron como secretos y luego desaparecieron por completo. Una parte se quemó y otra se llevó a Moscú. Pero se dice que varios disquetes quedaron en Pripyat, en una escuela abandonada donde todavía funciona un servidor invisible.
Los rumores continúan hoy en día: cualquiera que toque ese lugar comienza a tener sueños que no son suyos. Son los sueños de las personas que fueron los primeros mineros. Sus voces susurran: «No hemos muerto. Seguimos en la cadena de bloques».
Quizás por eso la zona de exclusión sigue viva. Y contempla en silencio el planeta desde la noosfera a través de una red de almas humanas que aún minan algo propio: ni rublos, ni dólares, ni siquiera bitcoins. Sino una nueva realidad en la que algún día despertará el mundo.