
A Lucía le encantaban las violetas. Tranquilas, delicadas, con pétalos del color de la noche. Eran su único consuelo en una casa donde el amor se había extinguido hacía tiempo. Tras la muerte de su madre, su padre se casó rápidamente por segunda vez, con una mujer alta y corpulenta que siempre dejaba tras de sí una estela de perfume intenso mezclado con olor a chuletas.
La madrastra no gritaba, era una mujer poco conflictiva. Martina actuaba en silencio, metódica y despiadadamente, como un cirujano que durante una operación corta todo lo innecesario. Y Lucía fue desapareciendo poco a poco: primero de las fotografías, luego de los recuerdos y, más tarde, de la casa.
En su habitación, cuyas ventanas daban al viejo olivar, rara vez entraba el sol, pero a las violetas les gustaba y florecían casi todo el año. Normales, semidobles, dobles, estrelladas... siempre habían sido y seguían siendo su consuelo. Ese día estaban en el alféizar de la ventana, con los pétalos cerrados, como testigos silenciosos. Un día, la madrastra trajo unos documentos. «Hay que firmarlos. Son para el Banco Santander», dijo Martina. Lucía estaba moralmente agotada, así que firmó en silencio. Y una semana después, la madrastra simplemente la echó. Sin explicaciones, sin dinero, con una pequeña maleta con ruedas.
Lucía vagaba por la ciudad, pero empezó a llover y se vio obligada a entrar en una pequeña cafetería para tomar un té caliente. Allí olía a bollos y moca. Se sentó en una mesa en un rincón y miró por la ventana, tras la cual llovía a cántaros. Sobre la mesa había una maceta con una violeta, lo único que había podido llevarse. La camarera que le trajo el té se quedó maravillada con la flor y le advirtió que pronto se verían obligados a pedirle a Lucía que abandonara el local. Pero cuando le preguntó si había habitaciones económicas para descansar, asintió con la cabeza.
Al subir al segundo piso, a la habitación, la joven, llorando, se dejó caer sobre la cama. Esa noche no durmió. Sacó su ordenador portátil y lo encendió. Sus dedos se deslizaron por el teclado, abriendo el correo electrónico. En el correo había un único mensaje sin leer. Y, por extraño que parezca, era de su padre: «Si estás leyendo esto, significa que ella ha hecho lo que yo temía. Pero te he guardado algo. Eres más fuerte de lo que pareces». A continuación, había unas breves instrucciones sobre cómo encontrar y recuperar los ahorros de su padre.
Después de desenterrar con cuidado la violeta, Lucía empezó a remover la tierra. Bajo las raíces había una pequeña cápsula de plástico hermética. Dentro había una nota escrita a mano con contraseñas y una memoria USB. Conectó la memoria USB. En la pantalla apareció el acceso a la cartera criptográfica y en el saldo había más de un millón de dólares en USDT.
En otra carpeta había un archivo oculto y protegido con contraseña: vídeos, documentos y grabaciones de conversaciones. Todas ellas eran con su madrastra, como prueba de sus delitos: amenazas, falsificación de firmas, retirada de fondos de las cuentas bancarias de la empresa.
Lucía ya no dudó más. Acudió a un abogado, a la policía y a los periodistas. Cuando comenzó la investigación, su madrastra lo negó todo. Pero las pruebas eran irrefutables y Martina fue arrestada. El juicio duró mucho tiempo. Pero Lucía aguantó.
Un año después, regresó a su casa. Estaba vacía, pero ya no era fría. Puso una violeta en el alféizar de la ventana. La misma que había guardado en silencio el secreto de sus padres. Floreció.